En Mons. Jiménez Zamora

      “El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres” (Sal 125, 3).

            Queridos hermanos arzobispos y obispos: os agradezco de corazón vuestra presencia y participación en esta Misa Estacional; Vicario General y Vicarios episcopales; Cabildo Metropolitano; Sacerdotes del presbiterio diocesano; Diáconos; Curia diocesana; Seminaristas; Miembros de vida consagrada; Fieles laicos; Capilla de música; Medios de comunicación.

Con gozo y esperanza estamos conmemorando durante este año 2018 distintos aniversarios importantes en la historia de la ciudad de Zaragoza y de Aragón. Son acontecimientos que se agolpan y se fecundan mutuamente. En nuestra Diócesis de Zaragoza celebramos la elevación de la antigua Diócesis a la categoría de Archidiócesis y Sede Metropolitana, mediante la Bula del Papa Juan XXII Romanus Pontifex, promulgada el 18 de julio de 1318.

Como he escrito en mi carta pastoral: “Teología y Pastoral de la Iglesia Particular, es una oportunidad para profundizar en el misterio y en la vida de la Iglesia diocesana; comprender mejor su naturaleza teológica y pastoral; mostrar la “eclesialidad” de la Diócesis; acoger el don de Dios que con ella nos brinda y responder con nuestra entrega y compromiso en su misión evangelizadora. “Cada uno debe sentirse feliz de pertenecer a la propia Diócesis. Cada uno puede decir de la propia Iglesia local: aquí Cristo me ha esperado. Aquí lo he encontrado y aquí pertenezco a su Cuerpo Místico. Aquí me encuentro dentro de su unidad” (Pablo VI, Homilía en el XVIII Congreso Eucarístico Italiano, Revista Ecclesia 32 [1972] 1401).

La fundación de nuestra Diócesis data de los primeros siglos del Cristianismo. San Valero, patrono de la Diócesis y fallecido entre los años 305 y 315, fue uno de sus primeros obispos. Hasta el siglo XIV fue Obispado sufragáneo de la Archidiócesis de Tarragona. El Papa Juan XXII la constituyó en Sede Metropolitana en el año 1318. Sus Diócesis sufragáneas han sido siempre las aragonesas (Albarracín, Barbastro, Huesca, Jaca, Tarazona y Teruel) más los Obispados de Calahorra y Pamplona en algunas etapas. Por el Decreto Pontificio “Cesaraugustanae et aliorum” del 2 de septiembre de 1955 se circunscribió el territorio Archidiocesano de Zaragoza  a los Obispados aragoneses, a excepción del de Jaca que fue adscrito a la Archidiócesis de Pamplona. En el año 1998 culminó la incorporación a la nueva Diócesis de Barbastro-Monzón de las parroquias de la provincia de Huesca que, hasta entonces, habían pertenecido a la Diócesis de Lérida, dependiente de la Archidiócesis de Tarragona.

La Iglesia particular o Diócesis es un misterio de comunión para la misión. El Concilio Vaticano II, en el Decreto Christus Dominus, la describe como “Una porción del Pueblo de Dios, que se confía al Obispo para que la apaciente con la cooperación del presbiterio, de modo que, adherida a su pastor y congregada por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y la Eucaristía, constituye una Iglesia particular en la que verdaderamente se encuentra y opera la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica” (ChD 11, cfr. CIC, cns. 368-369). Es la idea que aparece en la oración colecta de esta Misa Estacional sobre la Iglesia local.

El ministerio del Obispo hace la Iglesia desde la cátedra y el altar, que están radicados simbólica y realmente en la Catedral.

La cátedra es un elemento definitorio de la Catedral. La Iglesia católica y apostólica no existe sin la cátedra episcopal, es decir, sin la presencia de la sucesión apostólica que asegure el testimonio del Evangelio con la autoridad de su interpretación auténtica; como no existe la comunión eclesial sin el altar para reunir al Pueblo de Dios en la celebración del memorial del Señor Jesús Muerto y Resucitado. La cátedra  y el altar, no interesan tanto como objetos y lugares cuanto como signos, símbolos y realidades mistéricas.

            Penetremos en el sentido de la liturgia de la Palabra. Podemos comprender que de la Iglesia Catedral, madre de todas las iglesias de la Diócesis, y de cada Iglesia diocesana brota el agua, que trae la regeneración y la vida que produce la Palabra de Dios, suscitando la fe que profesamos y que se nutre de la Eucaristía y de los sacramentos. Así se explican las palabras proféticas de Ezequiel (1ª lectura) referidas al templo de Jerusalén y aplicadas a las iglesias cristianas: las aguas del Espíritu sanean la vida de los pecadores, como las aguas que manan del templo regenerando las salinas y lodazales con su torrente, en cuyas riberas “crecerá toda clase de árboles frutales; no se marchitarán sus hojas ni se secarán sus frutos; darán nuevos frutos cada mes, porque las aguas del torrente fluyen del santuario: su fruto será comestible y sus hojas medicinales” (Ez 47, 12).

Del árbol de la cruz, donde colgó el cuerpo de Jesús, manan las aguas medicinales que todo lo regeneran: Del costado de Cristo crucificado, atravesado por la lanza del soldado, brotaron la sangre y el agua (cfr. Jn 19, 34), símbolos de la Eucaristía y del Bautismo, los sacramentos que edifican la Iglesia

Los judíos no entendieron que con la purificación del templo, Jesús les estaba ofreciendo una prueba de la santidad del lugar comparando el templo de piedra de Jerusalén con el templo de su propio cuerpo: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré” (Jn 2, 19), como hemos escuchado en el Evangelio. Ellos no entendieron las palabras de Jesús que “hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2, 21). Cuando Jesús resucitó de entre los muertos, también los discípulos entendieron las palabras de Jesús, verdadero templo de Dios, cuyo misterio de salvación se hace presente en cada Iglesia.

El templo espiritual es la Iglesia de Jesucristo,  y nosotros, desde el Bautismo,  somos las piedras vivas que entramos en la construcción de ese templo. Hemos escuchado en la segunda lectura: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: y ese templo sois vosotros” (1 Cor 3, 16-17).

Como conclusión de esta homilía, tenemos que plantearnos cómo construimos, hoy, nuestra propia vida cristiana y nuestra Iglesia Diocesana. Nuestra Iglesia particular de Zaragoza, en fidelidad a Jesucristo y en respuesta a las necesidades pastorales de nuestra Diócesis, ha venido recorriendo desde hace años un largo camino de trabajo pastoral orgánico, para realizar la misión evangelizadora al servicio de nuestro pueblo.

Por eso, hemos considerado necesario elaborar un Plan Diocesano de Pastoral 2015-2020, con el lema: Id y anunciad el Evangelio (Mc 16, 15), después de escuchar y consultar al pueblo de Dios.

Los Obispos de las Diócesis aragonesas, aquí presentes, en nuestros últimos encuentros con los vicarios generales y episcopales, hemos reflexionado también sobre la situación social, cultural y religiosa que vive nuestro pueblo de Aragón y sobre la necesidad de una renovación pastoral, personal y comunitaria de nuestras Diócesis. Esto nos exige constituirnos en “estado permanente de misión”, como nos repite constantemente el Papa Francisco en la exhortación apostólica Evangelii Gaudium (cfr. EG, 25). En este horizonte y contexto hemos publicado una carta pastoral titulada, Iglesia en misión al servicio de nuestro pueblo. Las Unidades Pastorales: instrumentos de comunión para la misión (Zaragoza, 10 de febrero de 2016).

Nosotros, con el Papa Francisco, soñamos en un Iglesia sinodal y participativa; en diálogo con el mundo, compartiendo gozos y esperanzas, angustias y tristezas; una Iglesia en salida y de puertas abiertas; una Iglesia en la que los jóvenes sean como la pupila y el motor de una comunidad más vigorosa; una Iglesia en la que los pobres sean dignificados, los niños cuidados y los ancianos atendidos; con unos sacerdotes más misioneros y no autorreferenciales; con unos religiosos y  personas consagradas fieles a su vocación y consagración; una Iglesia, en fin, que escuche, acompañe y haga discernimiento. La Iglesia que quiere el Señor y que el mundo necesita.

Hablar de la Iglesia diocesana no es hablar de algo abstracto o teórico, sino de algo concreto y comprometido, porque es nuestra casa  y nuestra familia, en ella descubrimos y vivimos nuestra identidad y misión cristianas. Sin la Diócesis se pierde la referencia a la Iglesia del Señor. Lo diocesano es algo que nos pertenece y afecta. La Diócesis es casa y cosa de todos.

Deseo y espero que el acontecimiento del VII Centenario de nuestra Archidiócesis de Zaragoza sea una ocasión privilegiada para dar gracias a Dios por el don y misterio de nuestra iglesia diocesana de Zaragoza y de las Diócesis sufragáneas; por pertenecer gozosamente a ellas y por ser humildes trabajadores en la viña del Señor.

Con el pan y el vino de la Eucaristía, convertidos en el cuerpo y en la sangre de Cristo en esta Eucaristía tendremos fuerzas para andar el camino en esta hora de la Iglesia y de nuestra sociedad.

Que nos guíen en nuestro camino eclesial nuestro patrono, san Valero y demás santos y beatos de nuestra Diócesis, y que nos acompañe siempre la protección maternal de la Virgen María, en la secular advocación del Pilar, tan querida y venerada en nuestra tierra y en nuestro pueblo de Zaragoza y Aragón. Amén

 

 

 

 

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